Sé que tengo problemas: me gustan los postes, no puedo evitarlo. Cada vez que me topo con uno, corro a abrazarlo. Cuando era niño, mi padre trató de controlar mi adicción llevándome a abrazar postes con descargar eléctricas en sus troncos. A pesar de los severos corrientazos que llevé y que uno de ellos casi me electrocutó, no superé mi gusto por los postes. Alguna vez me llevaron a un psicoanalista que dictaminó que lo mío era un complejo falogocéntrico, que ese gesto de abrazar un poste buscaba el afecto y apoyo paterno. Papá demandó al psicoanalista por hablador de disparates y por estafador. Y a mí me encerró en el sótano por una semana; menos mal que el sótano ha estado acondicionado desde mi nacimiento. Cuando mi madre se enteró de que estaba embarazada y no se podía hacer nada para deshacerse del feto, le exigió a su esposo que contratara unos buenos albañiles para construir ese recinto. El sótano aún funciona y es donde eventualmente paso los días de fiestas y las vacaciones viendo imágenes de paisajes en Power Point. Éste tiene una letrina, un catre, una mesa y una reserva de pan duro. La Pentium con sistema MSDOS, la anexamos el año pasado. Para lograrlo tuve que plantármeles duro a mis padres. Ya tenía 40 años, necesitaba una computadora y aprender a usar internet. A veces uno tiene que luchar por sus derechos, sí señor. Lo logré. Claro, suele pasar que mamá desconecta la electricidad y me quedo a oscuras por días.
Me gusta estar en el sótano porque ese lugar le da una carga heroica a mi vida. En él me siento como Papillón, como Juana de Arco (la de Bresson, encerrada en aquella minúscula y árida celda). No se crean, mi sótano tiene lo suyo.
Una vez leí una novela llamada El ejército de un hombre solo, del escritor brasileño Moacyr Scliar, la novela iba de un hombre comunista que armaba su batallón con un ratón y otros animales rastreros y domésticos que convivían con él. Me sentí tan identificado con su historia que viajé hasta el sur de Brasil a conocer personalmente al autor y confesarle mi admiración. Por fin había encontrado alguien que me entendía. Al principio me costó hallar su dirección, pero lo logré; sin embargo, cuando me acerqué a su casa la servidumbre no me permitió entrar, tampoco me puso en contacto con él. Yo no estaba dispuesto a rendirme, así que me dispuse a esperarlo afuera de su casa, cobijado bajo los árboles y aferrado a un poste. Lo malo era que no había llevado otra muda de ropa y pronto comencé a verme sucio y a oler mal.
En las noches dormía abrazado al poste, eso me reconfortaba bastante. Un día, lo vi salir en su auto, lo reconocí porque tenía muchas fotos suyas pegadas en las paredes de mi sótano, así que lo llamé: "Señor Moacyr, usted sabe comprenderme" y le largué una gran sonrisa de agradecimiento. Mis palabras fueron en portugués, había estudiado este idioma para tener la frase a la mano cuando lo conociera. El señor Scliar ciertamente se asustó al verme correr a su encuentro y aceleró su automóvil. A pesar de que lo seguí con todas mis fuerzas, no logré darle alcance. Regresé al frente de su casa, dispuesto a seguirlo esperando. Me abracé al poste. Al rato llegó la policía, con órdenes de desalojo, me trataron bien. Prefirieron ponerme una camisa blanca con vistosos accesorios en vez de usar esas rígidas esposas. Les rogué que dejaran que me llevara el poste conmigo, pero no lo permitieron. Al otro día estaba del otro lado de la frontera y mi país y el país del señor Moacyr Scliar estaban en un lío diplomático por mi caso. A mí ya nada me importaba, ni siquiera la impresión del señor Scliar, ahora sólo pensaba en el poste. Ha sido difícil dejar de pensar en ese poste y su swing brasileiro.
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